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domingo, 7 de diciembre de 2014
AMA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO.
DIOS MORA EN EL CORAZÓN DEL QUE AMA A SU HERMANO, A SU AMIGO, A SU PRÓJIMO.
Termino esta segunda parte, comentado que no cabe duda que Dios mora en el corazón del que ama a su hermano, a su amigo, a su prójimo. El amor se identifica realmente con Dios; es una realidad divina, una chispa del corazón del Padre comunicada a sus hijos, ante la cual uno se queda admirado, lleno de asombro. San Pablo exalta hasta tal punto esta virtud del amor que llega a colocarla por encima de la fe y de la esperanza, puesto que nunca podrá fallar: en la gloria del reino ya no se creará ni será ya necesario esperar, puesto que se poseerán las realidades divinas, pero se seguirá amando; más aún, la vida bienaventurada consistirá en contemplar y en amar (1Corintios 13). Por consiguiente, el que ama posee ya la felicidad del reino, puesto que vive en Dios, que es amor. La salvación eterna depende de la perseverancia en el amor; “Con todo, se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad”. (1Timoteo 2,15). Dios, en su justicia, no se olvida del amor de los creyentes, concretado en el servicio; “Porque no es injusto Dios para olvidarse de vuestra labor y del amor que habéis mostrado hacia su nombre, con los servicios que habéis prestado y prestáis a los santos”. (Hebreos 6,10). Por eso los cristianos animados por el amor aguardan con confianza el juicio de Dios: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo. No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero”. (1Juan 4,17-19).
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